Injusticia. Discriminación. Mala suerte.
La historia de la política criminal de los Estados Unidos está repleta de casos en los cuales se cometió una injusticia, muchas veces debido al carácter consuetudinario del derecho común que se ejerce en dicho país. Hay historias que rememoran la injusta encarcelación de Edmundo Dantes en el Conde de Montecristo o la extraordinaria película Sueño de Fuga (Shawshank Redemption), cuyos protagonistas inocentes caen víctimas del abuso de poder y la discriminación.
El concepto de condena injusta entendido como falla del sistema judicial deja al desnudo el contubernio de fiscales, policías, investigadores y jueces que, en todas las latitudes y longitudes, han llenado las cárceles de personas inocentes, olvidando la fórmula de Blackstone: “es mejor que diez personas culpables escapen a que una inocente sufra”.
Recientemente se ha presentado a la palestra pública el caso de un dominicano injustamente condenado por homicidio, permaneció 24 años en prisión hasta que pudo comprobarse su inocencia y demandó a la ciudad de Nueva York por una suma millonaria en dólares, que obtuvo como indemnización.
El caso ejemplifica la corrupción que también se da en los sistemas judiciales, a lo que se suma el ejercicio del poder de manera discriminatoria hacia las minorías y los grupos más vulnerables. El ejemplo es útil para aprender y cuestionarnos si el sistema penal dominicano no está repleto de casos como este, de condenas injustas que dejan en entredicho la eficiencia de la persecución de los delitos y la tecnificación e independencia del Ministerio Público.
Ahora que se relanza la reforma al sistema penitenciario y queda en evidencia el alto número de personas con condenas preventivas; ahora que se discute nueva vez el Código Penal dominicano e, ineludiblemente, se cuestiona el Código de Procedimiento Penal, debemos pensar en las injusticias y discriminaciones que el sistema por si solo propicia.
Si aspiramos a la reinserción de las personas que cometen crímenes en la sociedad, de forma tal que aprovechen productivamente la segunda oportunidad que les da la vida, debemos dejar atrás la posibilidad de que la justicia pueda ser injusta. No podemos pasar por alto los derechos humanos del acusado y el privado de libertad, tenemos que disponer de sistemas de garantías procesales adecuados y profundizar la capacidad del sistema penitenciario para transformar a los reclusos en ciudadanos respetuosos de las leyes.
La mayor parte de los crímenes se gestan desde dentro de las cárceles del país, especialmente las del viejo modelo. ¿Cuántos ciudadanos inocentes no se habrán convertido en delincuentes luego de verse expuestos a la cultura criminal de muchas cárceles del país? ¿Les hemos dado alguna otra opción para sus vidas, que sea más productiva para la sociedad? ¿Cómo medimos la profesionalización del Ministerio Público y su compromiso con una justicia diáfana y transparente? ¿Cómo juzgamos al juzgador?
La sociedad en su conjunto le falló al dominicano que duró 24 años preso en los Estados Unidos. Fue injustamente condenado, sufrió discriminación por su condición de minoría racial y, finalmente, vino a la República Dominicana para dejar atrás ese oscuro pasado y encontró la muerte a mano de unos delincuentes, que de seguro han estado varias veces en la cárcel, pero les hemos fallado en la tarea de reinserción. Es la mala suerte que genera un círculo vicioso que parece interminable.